Comentario
La otra cara de la moneda de la política mediterránea fernandina la conformaban las operaciones destinadas a frenar el expansionismo otomano y la piratería berberisca. La conquista de los Balcanes y la ocupación de Otranto por los turcos en 1480 crearon una frontera de breve duración entre islamitas y cristianos.
Los eslabones isleños de la cadena occidental que hacían posible mantener una comunicación relativamente segura con Levante y Palestina eran las posesiones venecianas de Candía y Chipre, la genovesa de Chíos y el bastión de los caballeros sanjuanistas en Rodas, que convertían a la Orden del Hospital en la avanzadilla cristiana en su lucha contra el Islam. Al otro lado de la línea de fuego, la armada otomana -con sus bases en el Egeo y los núcleos berberiscos en el Norte de África- era dueña y señora del mar y no cesaba de hostigar los intereses occidentales. En esta situación de permanente hostilidad, el siglo XVI se abrió con una reactivación de la guerra del corso -rodiotas, españoles, portugueses, franceses y malteses en el lado cristiano; frente a renegados albaneses, griegos y eslavos, berberiscos y turcos en el musulmán-, alentada por la reactivación de guerra santa tras la caída de Granada y por la rivalidad franco-española en Italia. En este escenario irrumpirá la figura legendaria de Aruch Barbarroja, cuyas riquezas y hazañas tuvieron un punto de inflexión en la captura de una nave española con soldados de elite del Gran Capitán, así como en su alianza con Muley Mauset, rey de Túnez, sentando las bases para su futura proclamación como señor indiscutible de Argel. El atrevimiento de Barbarroja precipitó la respuesta española en forma de intervención en el Magreb.
El proyecto ya rondaba las mientes de los reyes. Así, en el testamento de Isabel la Católica se insistía en la necesidad de la ocupación de Berbería, y su viudo auspició en 1505 la expedición contra el enclave corsario de Mazalquivir, en el que, en palabras del cronista Andrés Bernáldez, "ca dioles Dios tal victoria y buena ventura, que os primeros tiros de artillería mataron al alcaide moro y otros muchos; los moros no se osaron más tener y diéronse a partido que fuesen libres con lo que pudiesen llevar...". Mas este éxito para las armas cristianas no hizo sino agudizar las incursiones piratas desde sus refugios norteafricanos, aprovechando el viaje a Nápoles de Fernando el Católico para asolar las playas andaluzas, con tanto atrevimiento que fray Prudencio de Sandoval sentencia que "no se podía navegar ni vivir en las costas de España".
Aquella efervescencia corsaria culminó en 1509 con la conquista de Orán por una expedición diseñada por el cardenal Cisneros, financiada con las rentas del arzobispado de Toledo, donde el grado de componente mesiánico hizo creer a los españoles que esta victoria les llevaría en volandas hasta la mismísima recuperación de Tierra Santa. Sin embargo, el inmediato revés de Los Gelves o isla de Yerba hizo añicos estos sueños cruzados, dejando en manos de Carlos I y Solimán el Magnífico el dictado de nuevas reglas de juego en la política mediterránea.